Todavía estamos a meses de los períodos soleados y de disfrutar de la playa, pero nuestros pensamientos ya pueden llevarnos lejos a esas cálidas regiones del placer.
Estoy en la playa, bajo una floreada sombrilla. Me llegan voces dispares. Las de los niños que gritan, porque en este anfiteatro de luz sus gritos están autorizados, forman parte del sol. A mi lado, un grupito de adultos arregla los problemas del mundo a pecho descubierto, que eso sí que da coraje. Unos pies descalzos chapotean voces entre arena y agua, entre algas enrolladas, conchas diminutas y espuma divertida. Las olas arrullan en su incesante llegar y no darse por satisfechas para probar de nuevo, con su natural paciencia, su envidiable tesón.
Un subsahariano vende relojes y su silueta se recorta magnífica y afanada contra el horizonte en el que sestean barcos de un mástil. Un padre empapa una gorra y se la pone a su hijo fascinado por la inédita sensación de descubrir el juguete infinito que es el mar. Tres sombreros de paja de ala ancha se…
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